AMIGO CORAJE.
Armando,
hasta la fecha, era lo que se puede llamar un “hombre tranquilo”.
A
pesar de medir casi metro ochenta, tener una gran corpulencia y su excelente
preparación en artes marciales, era un tipo “bonachón”, amigo de sus amigos y
en absoluto una persona violenta.
Pero,
como bien he dicho: “hasta la fecha”.
Dejadme
que os cuente:
Armando,
de profesión detective, en esos momentos trabajaba en un caso de espionaje
industrial. Estaba vigilando al ingeniero de un laboratorio farmacéutico que
pasaba fórmulas a la competencia, (cosa habitual en ese tipo de departamentos
cuando el currante es egoísta y corrupto), causa por la cual, el 13 de febrero,
no podía asistir al juicio para el que estaba citada su agencia y al que tenían
que presentarse a declarar como testigos. Era un asunto sobre un trabajador al
que −estando de baja por fuertes dolores de espalda− habían pillado esquiando
en La Molina durante toda una semana.
Armando
decidió que su compañero Leo, que con él había trabajado en aquel servicio y
sabía perfectamente de lo que iba, fuese quien asistiese a ratificar en aquel
juicio en el que aquel hombre al que después de veinticinco años trabajando en
la misma empresa, se iba a marchar a la calle sin ningún derecho de
indemnización. Todo por creerse más listo que nadie y llevar un año fingiendo
una falsa dolencia.
Todo
iba bien hasta tres meses después; la tarde del martes 13 de mayo.
Hacía
ya varios meses que Armando iba detrás del mismo asunto del ingeniero
farmacéutico. Tenía que seguirlo cada vez que éste se marchaba a Madrid. Ese
fatídico día, recién llegado a Barcelona, y mientras recogía su equipaje en el
aeropuerto de El Prat, llamó a Leo. Se había quedado al cargo de la agencia.
—¿Qué
pasa Leo? ¿Cómo ha ido eso?
—Hola.
Estoy preocupado –le contestó con resuello.
Le
costaba respirar. Hablaba mientras caminaba y parecía agotado.
—¿Qué
te pasa? –preguntó Armando al detectar su estado de nerviosismo.
—¡Me
están siguiendo! –respondió asustado.
—¿Cómo?
–contestó un perplejo Armando.
—¿Te
acuerdas del juicio al que fui el mes de febrero…?
—Sí,
Lucas Villaecija, el esquiador ¿Qué pasa?
No
le había llegado a contestar, pero intuía que no iba a ser nada bueno.
—Me
pareció verlo esta mañana cuando salí de casa. Pensé que era pura casualidad.
Pero no. Ahora estoy en Rubí, en el polígono, vigilando al de la casa de las
lámparas y hace un rato lo he vuelto a ver por aquí –dejó de hablar mientras
tomaba aire–. He intentado despistarlo, y creí que lo había hecho, pero lo he
vuelto a ver y viene detrás de mí. Ahora me estoy marchando hacia mi coche. Me
piro de aquí.
Armando
se empezó a intranquilizar, la cosa parecía muy extraña. Sabía que aquel
individuo podía ser peligroso. No hacía más de una semana que le notificaron la
sentencia. Había perdido el juicio y fue despedido.
—Coge
el coche y vente para Sant Boi. Yo voy a coger un taxi ahora mismo. Nos vemos
allí –le dijo realmente preocupado por su integridad.
—Vale
–contestó muy apurado.
Cuando
Armando llegó al despacho aún no lo había hecho Leo. Tampoco lo hizo durante
las dos horas siguientes y tampoco contestó a ninguna de la decena de llamadas
que Armando le había hecho.
Cuando
por fin atendieron al teléfono, no era Leo el que contestó al otro lado de la
línea. Era una agente de los Mossos d'Esquadra que le preguntaba si conocía
al titular del teléfono.
Después
de enterrar a su compañero –al que encontraron tirado en un polígono de Rubí,
con dos puñaladas en la espalda y una en el pecho que, según el forense, fue la
que le causó la muerte de forma instantánea–, Armando no descansó durante
meses, intentando explicar que él sabía por qué, cómo y quién había asesinado a
su compañero. Pero no se pudo probar. Aquel individuo tenía una coartada
perfecta. Armando sabía que lo había planeado todo para poder demostrar que
aquella misma mañana, a esa hora, estaba en la oficina del INEM de Sant Boi,
sellando unos papeles para intentar cobrar el paro.
Armando,
de forma privada, pudo conseguir la grabación de la cámara de la oficina del
INEM. En ella se veía a un individuo con barba y con una gorra de visera que le
tapaba la cara, al que el funcionario que lo atendió lo identificó como al
propio Lucas Villaecija, pero llegó a descubrir que a pesar de que se parecía
mucho no era él. Hizo gestiones y averiguó que, el que el tipejo que salía en
aquella grabación, era un primo hermano y al que utilizó para tener esa
coartada.
Armando
se dedicó a seguir a aquel individuo con la creencia de que un día encontraría
algo con lo que poder demostrar su autoría en la muerte de Leo. Aquel día
llegó.
Después
de vigilarlo y analizarlo durante varias semanas, logró hacerse amigo de él.
Aprovechó que era un asiduo de locales de prostitución y con una fácil
predisposición a dejarse invitar.
Armando
se hizo pasar por un empresario al que le debían mucha pasta y ese individuo se
ofreció voluntario para efectuar el cobro bajo las medidas de presión que
hiciera falta.
Fueron
muchas las conversaciones que mantuvieron hasta que el propio tipo le reconoció
que era capaz de hacer algo así y que no tenía escrúpulos. La insistencia de
Armando, con la ayuda del alcohol y las rayas de “coca” que le invitó, dieron
como resultado que aquel hombre le contara lo que él necesitaba oír.
—Yo
ya he matado a un tío –le dijo dando un largo trago al cuarto vaso de whisky y
limpiándose la nariz de polvo.
—¡Venga
ya! No me vaciles –le contestó Armando, aguantando las ganas de haberle pegado
un tiro allí mismo.
Un
par de copas más fueron las que sirvieron para que le acabara relatando como lo
hizo y a quién.
La
moral y la ética luchaban dentro de la cabeza de Armando sospesando la
posibilidad de que aquella versión, que había podido recoger en su grabadora,
le sirviese para que un juez quisiera hacer justicia. Pero sabía que no iba a
ser así. Aquel degenerado lo negaría todo.
No
había otra posibilidad.
Armando,
lejos de entregar aquella información a los mossos
−sabiendo que no conduciría a nada−, decidió tomarse la justicia por su mano y
convertirse verdugo. En el “amigo coraje”.
Durante
más de tres meses estuvo controlando todos sus movimientos. Lo estudió hasta
conseguir hacerse prácticamente socio de sus trapicheos, averiguando que
realmente cobraba deudas a base de extorsiones y amenazas. Incluso llegó a
averiguar que secuestró al hijo de un empresario y que lo tuvo encerrado
durante tres días hasta que logró cobrar la cantidad de 400.000 euros.
Así
se las gastaba aquel mal nacido.
Todo
aquello le sirvió para preparar un plan.
El
17 de octubre, la policía encontró a Lucas Villaecija asesinado en su piso.
Llevaba muerto tres días.
Fue
una vecina la que llamó alarmada por el mal olor que salía de allí dentro.
En
la inspección ocular, los de la científica, encontraron varias colillas y un
vaso en los que encontraron el ADN y varias huellas que pertenecían a un tal
Rubén Díaz −alias el Cuco−, un conocido
camello.
Después
de un rastreo telefónico también pudieron encontrar que en el teléfono de ese tal
“Cuco”, aunque borrados, existían dos mensajes SMS, dirigidos a Lucas, en los
que se podía leer: “No me jodas, o me
pagas los 3.000 euros de la farlopa o te saco las tripas mañana mismo” y un
segundo mensaje donde rezaba: “Me estas
tocando los cojones, tío mierda. Si no me lo pagas hoy mismo te rajo. No te doy
más cuartel. Si no te metieras tanto por la puta nariz, tendrías la pasta”.
Esos
mismos mensajes estaban en el móvil de Lucas. Como recibidos.
Al
día siguiente, Armando leía en los periódicos el caso de un ajuste de cuentas
entre dos camellos de Sant Boi.
La
policía tampoco pudo probar jamás que el “Cuco” matara a Villaecija, y este
quedó absuelto. Aunque se tiró un mes entre rejas. No salió hasta que su
abogado pudo demostrar que las pruebas no eran concluyentes y que, en ese
momento él estaba en otro sitio.
El
“Cuco” jamás entendió nada de aquello pero le sirvió de escarmiento por su
degenerativa conducta y para pagar otras tropelías que sí que había hecho y que
nadie pudo demostrar jamás.
Para
Armando se había hecho justicia.
—«Ojo por ojo, diente por diente» −pensó.
FIN