CON LOS PIES MOJADOS
La primavera en Cornellà ya no era lo que fue
antaño; parecía no acabarse nunca el invierno. Supongo que en todos sitios
ocurría lo mismo. Hacía unos pocos días que habían cambiado la hora y aún no
encajaba la diferencia horaria respecto a la luz a la que estaba acostumbrado.
Varias veces tuve que poner en marcha el motor del coche para que se me
calentaran los pies. La fina lluvia que caía y el agua de los charcos que había
pisado, cuando estuve comprobando la zona, me mojó los zapatos y sentía como la
humedad me calaba hasta el alma.
Se suponía que aquella mujer debía salir a trabajar pero ya eran algo más
de las nueve de la mañana y aún no lo había hecho. Yo llevaba desde las seis
menos cuarto montando vigilancia a las puertas de su domicilio particular,
frente a los nuevos edificios que se habían construido junto al nuevo estadio
de fútbol del “Club Esportiu Espanyol”.
Resultó ser una zona fácil para estacionar y no me había costado
encontrar un lugar donde situarme para esperar a que saliese y proceder a
seguirla, pero ya se empezaba a hacer algo complicado estar en el interior del vehículo
sin llamar la atención de los vecinos.
La zona contaba con la edificación de una de esas llamadas “gran
superficie”, donde existe infinidad de tiendas de todas clases: bares,
cafetería, restaurantes, el supermercado de una de esas inmensas cadenas y un
montón de salas de cine que proporcionaban un exagerado trasiego de personas y
vehículos que yo intuía, por la hora en que era, que se trataba de la gente que
acudía a sus diferentes puestos de trabajo.
Sin duda alguna, ese tipo de construcción habría conllevado muchísimos
inconvenientes a las personas que vivían en ese lugar; ya que, hasta entonces,
prácticamente estaban viviendo donde se acababa el pueblo; teniendo únicamente
frente a sus viviendas el campo, un montón de huertos y un pequeño complejo
deportivo (el campo de rugby y las pistas de tenis) y de pronto se vieron
viviendo en casi una de las zonas más concurridas de Cornellá. Aquello habría
vulnerado sustancialmente su forma de vida, pero tampoco cabía ninguna duda que
la zona se había revalorizado en mucho. Estaba totalmente seguro que aquello les
habría comportado tanto beneficios como sacrificios a sus vecinos, pero también
habría aportado cientos de puestos de trabajo para muchos de los ciudadanos de
la localidad, y de localidades cercanas. Aunque hubiese una gran cantidad de
personas descontentas, me daba la impresión de que había valido la pena.
Varié mi situación de plantón y continué con la vigilancia, a la espera de que aquella mujer
acabara saliendo de su casa tal y como sospechaba mi cliente; persona que me
había informado respecto a que deducía que su “ex” debería estar trabajando de
forma encubierta, haciendo limpieza en hogares particulares, aunque también me
había reconocido que esa información la tenía desde hacía más de un año, con lo
cual no estaba seguro de que pudiera dedicarse a los mismo. Me dijo que fue una
conocida del matrimonio la que había visto a su mujer entrar en un domicilio particular
donde sabía que estaba haciendo horas limpiando aquella casa.
Esas cosas pasan. Crees que tienes conocidos y que, al separarte, todos
ellos pasan a odiar a tu ex (da igual que sea con el marido o con la mujer con
el que tienen la amistad). Luego resulta que no es así. Esas mismas personas
son las que se encargan de informar de tu vida actual, de tus nuevos novios o
novias, de si llevas los niños al colegio y de si los recoges tu mismo o si le
encargas esas tareas a terceras personas, ya sean familiares, amigos, o
canguros. Esas personas, de alguna manera, se convierten en tus enemigos. No se
comprende porque podemos ser así. No tiene sentido alguno, salvo cuando los
niños son los perjudicados por tal comportamiento. En este caso en particular
creo que no correspondía.
La pensión compensatoria que estaba obligado a pasarle mi cliente, era en
concepto de la supuesta obligación que tenía como exmarido, debido a que, al
separarse, ella alegó no tener ningún tipo de ingresos para poder vivir y
cuidar de su hijo, por lo que el juez decretó una pensión para ella y otra para
el menor.
Aquel hombre no protestaba por tener que pagar la cantidad señalada por
la pensión respecto al hijo de ambos: un niño de tres años al que sólo podía
ver cada dos fines de semana; desde las nueve y media de la mañana del sábado y
hasta las ocho de la noche del domingo, hora en que tenía que volver a
entregárselo a su madre; y desde las cinco de la tarde de cada miércoles, en
que lo recogía del colegio para estar con él desde las cinco hasta la ocho de
la tarde, hora en la que debía entregarlo en el domicilio materno para que éste
pudiera cenar y acostarse pronto. La única posibilidad como padre de disfrutar
de su hijo era esos “ratitos”.
Sin embargo si que se quejaba, pero de forma resignada, en que la
vivienda que hasta para entonces era el domicilio conyugal, se hubiera
convertido en el domicilio materno, según se señalaba en la misma sentencia
judicial y del que él había tenido que salir con sus pertenencias personales,
para llevárselas al piso de alquiler donde vive en la actualidad. No le parecía
justo pero entendía que debía continuar así hasta que su hijo fuese mayor y se
pudiera vender la casa.
Para mí esa situación me era muy peculiar ya que se trataba otra de
tantas investigaciones que he tenido que hacer a lo largo de mis veintitrés
años de actividad como detective, pero tengo que reconocer que aún, en cada una
de ellas, me pregunto el por qué no podrían llegar a algún tipo de acuerdo más
justo, situación que estaba seguro que se podría encontrar de no ser tan
egoístas. Supongo que se trata de una debilidad del ser humano.
Aquel hombre, por lo que si estaba totalmente indignado era porque llevaba
pagando dos años una pensión de trescientos cincuenta euros para una mujer con
la que ya no vivía. El creía que eso no era justo. Por otro lado la pensión se
la habían impuesto porque, en el momento de la separación, aquella mujer no
tenía ninguna actividad laboral debido a que durante el matrimonio se había
ocupado de las tareas de la casa y de su hijo para que él pudiera estar al
frente del negocio que ambos habían montado. Lo cual, a mi entender, veía
justo, aunque sólo en parte.
Aquel hombre no protestaba en continuar pagándole la pensión, salvo que
ella le estuviera “estafando”, según el mismo manifestó. Entendía que si
realmente ella estaba trabajando significaba que se podía valer por si misma; y
si sus sospechas eran ciertas, y realmente trabajaba de manera encubierta, quería
que le quitaran esa obligación, que no debería continuar pagando ya que ella tenía
ingresos, y que lo hacía así porque quería seguir sacándole el dinero sin más.
A eso, era a lo que no estaba dispuesto.
Más tarde, cuando eran las nueve y diez, vi salir de su casa a aquella
mujer. Se dirigió caminando hasta la calle Francesc Layret, donde llegó hasta un
lugar de la calle donde estaba estacionada una furgoneta.
Se trataba de una furgoneta de color blanca. Sin ningún distintivo. El
vehículo, según rezaba por su matrícula, no tenía más mucho más de dos años.
Aquella mujer se subió al coche y lo puso en marcha, circulando por
varias calles hasta llegar al Paseo de los Ferrocarriles Catalanes, donde se
detuvo cerca de la estación de tren.
En aquel lugar permaneció detenida unos minutos. Mientras, la observé
haciendo unas llamadas de teléfono con su teléfono móvil y tomando unas notas
en una libreta.
La afluencia de personas que entraban y salían de la boca de la estación
era tanta que casi se me pasa por alto el ver como dos mujeres se subían en la
furgoneta.
Con esas dos mujeres a bordo, mi objetivo se puso en marcha, dirigiéndose
por el mismo paseo de los Ferrocarriles Catalanes hasta llegar a la calle de
Dolores Almeda por donde tomó hasta llegar a la esquina de la calle Teodor
Lacalle.
En ese lugar, tras detenerse, observé que se bajó y que también lo hizo una
de las mujeres que había subido al vehículo, acudiendo las dos a la parte
trasera del coche y abriendo sus puertas.
Fue ahí donde pude ver que las dos llevaban una especie de bata de
trabajo de color verde, con la solapa del cuello, las mangas y los bolsillos de
color amarillo. Me alegré, aquello sería, sin lugar a dudas, sus uniformes de
trabajo.
Del coche sacaron diferentes utensilios de limpieza: un cubo y una
fregona nuevos y, según pude ver, una bolsa donde llevaba varios trapos.
Aquella mujer se marchó hasta una empresa que había allí mismo, muy
cerca, en la misma esquina. Justo en el momento en el que la mujer que yo
estaba investigando se montaba en el coche, le comunicaba a su compañera que la
recogería sobre las doce en ese mismo lugar.
Después de marcharse se dirigió hasta la Avenida Pablo Picasso, donde al
llegar a la esquina de la calle Marià Fortuny se volvía a detener para dejar a
la otra mujer, persona que también iba igualmente uniformada y que, tras coger
otros utensilios del interior de la furgoneta, entró a realizar sus tareas de
limpieza a una sucursal de la
Caja de Madrid.
Durante el resto de la mañana, aquella mujer acudió a limpiar dos
escaleras de vecinos y luego recogió a cada una de sus compañeras a las que
llevó, después de comer, hasta otras empresas y oficinas que evidentemente debían
tener esos servicios de limpieza contratados.
En aquellas tareas emplearon todo el día. Estuvieron trabajando hasta las
ocho y media de la tarde y únicamente habían parado para comer.
Estuve vigilando a aquella mujer durante tres días más. En todos ellos
hizo aproximadamente lo mismo. Acudió a diferentes empresas, oficinas y
comunidades de vecinos donde las tres mujeres realizaron diversos servicios de
limpieza.
Más tarde procedí a obtener información sobre aquella actividad y pude
averiguar que la persona a la que me habían encargado vigilar, llevaba dos años
efectuando ese tipo de trabajos. Añadiendo a mis investigaciones que le habían
requerido tantos servicios que se vio obligada a tener que buscar la ayuda de
dos amigas, a las cuales les proporcionaba trabajo desde hacía un año y medio.
Era tanto el trabajo que tenía que tuvo incluso que comprar aquella
furgoneta, tanto para poder realizar los desplazamientos hasta los puestos de
limpieza que tenía contratados, como para poder llevar a cabo el transporte de
los utensilios y materiales que necesitaban para tales tareas.
Evidentemente todo resultó ser fraudulento y engañoso para que no se le
pudiera descubrir su encubierta actividad. No había ninguna empresa detrás de
ella y tampoco estaba de alta en la seguridad social. Ni tan siquiera pagaba el
correspondiente autónomo ni se dio de alta en la cámara de comercio.
Según se pudo descubrir finalmente, a través del propio juzgado, resultó
que ninguna de las tres mujeres estaba dada de alta en seguridad, las tres
estaban separadas y otra de ellas también cobraba una pensión de su exmarido.
Durante esos años, aquella mujer había constituido “una sociedad ficticia”,
lo que se llama una empresa “sumergida”. Todo ello con la finalidad de seguir
cobrando de su ex-marido una pensión que ella creía merecerse sin lugar a dudas.
A partir de ese momento fue cuando ella tuvo mi descrédito por haber
intentado aprovecharse de una sentencia que, a mi juicio, hasta ese momento,
era justa.
Son en esos momentos en los que veo que, en las separaciones, tanto por
una parte como por otra, cada uno intenta beneficiarse y sacarle todo lo que al
otro.
Cuando me contratan para este tipo de servicios, nunca entro a valorar a
quién estoy realmente ayudando o a quién puedo estar perjudicando. He podido
comprobar por mi mismo que, en estos casos, cuando uno de los dos tiene la más
mínima oportunidad engaña a la otra parte, e intenta arrebatarle lo máximo
posible o a concederle lo mínimo, cueste lo que cueste y a cambio de convertirse
en una “mala persona” contra al que también llama y le recrimina ser “mala
persona”.
Mi misión es simplemente darle a mi cliente las pruebas que necesita para
que pueda conseguir su fin. No entro, jamás, para nada, en teorizar si tiene
razón o si es justo o no. Creo que nunca lo es por ninguna de las partes. Opino
que hay muchas ocasiones en las que sólo es uno el que tiene medios y oportunidades
para aprovecharse del otro, incluso con la única mal sana intención de destrozarlo,
pero ninguno de los dos se salva de mi concepto. El odio se palpa. Al final
nunca gana nadie. Los dos pierden siempre.
Aquella investigación había salido como otras tantas. Mi trabajo había acabado y mi cliente
consiguió lo que pretendía, iba a poder probar que sus sospechas eran ciertas.
Estaba confirmado.
Le llamé por teléfono y le adelanté toda la información al respecto. Quedamos
en que al día siguiente le llamaría, cuando tuviese el informe terminado, y que
quedaríamos para que se lo pudiera hacer llegar.
Él hacía más de un año que se había marchado a vivir Valencia, lugar
donde había constituido una nueva vida con otra pareja.
Cuando le llamé para decirle que tenía el informe definitivo, me dijo que
podría entregárselo personalmente, aprovechando que tenía que desplazarse hasta
Barcelona para un tema de negocios y para hablar con su abogado (el que le
llevaba el tema de la separación).
Quedamos en vernos en el vestíbulo del Hotel Novotel de Cornellà, donde
se hospedaría y donde estaría unos tres días.
Dos días después, el viernes 13 de mayo, me dirigí a la Almeda de Cornellà donde se
ubicaba ese hotel donde me había dicho que se alojaría. Me presenté, como de
costumbre, diez minutos antes de la hora. Me gusta ver, sin que me vean a mí,
como llega la persona con la que he quedado y como se comporta. Es una manía,
pero así no tengo sorpresas; sobre todo cuando no la conozco físicamente.
Cuando entré en el vestíbulo del Hotel, aprecié un cierto revuelo. Dos Mossos d’esquadra y un agente de la Policía Local de Cornellà
estaban hablando con el Director del Hotel.
Cerca, en una zona donde había varios sillones a modo de zona de reunión,
estaban sentados dos hombres. Parecían clientes. Me acerqué a ellos y escuché
que estaban hablando de lo que allí pasaba, o mejor dicho había pasado.
Les pregunté, mostrando extrañeza, y me informaron de que la policía
había venido porque habían encontrado un hombre muerto dentro de su propio coche,
en el aparcamiento del hotel.
Por un momento se me pasó por la cabeza que podría tratarse de mi
cliente, pero quise pensar que no sería así.
Me dispuse a esperar a que él acudiera a la cita mientras observaba a mí
alrededor por si descubría algo más de aquel intrigante suceso.
Pasaban cinco minutos de la hora convenida y aún no había acudido mi
cliente. Empezaba a inquietarme, así que me desplacé hasta la barra bar de la
cafetería y pedí un café.
Cuando el camarero me lo sirvió, aproveché para preguntarle, haciendo ver
que ya conocía el suceso, y me dijo que había sido una movida espectacular, que
el juez ya se había ido y que ya se habían llevado el cuerpo, que estaban
esperando a que viniera la policía científica para tomar huellas.
Aquel camarero me informó que, según el Juez y el médico forense que
había venido, todo apuntaba a un paro cardíaco, pero que querían asegurarse por
si en la autopsia salía otra cosa.
– Nunca se sabe – dijo.
Le pregunté si era un cliente habitual y me dijo que solamente sabía, por
lo que había podido oír, que hacía dos días que había venido y que era de
Valencia.
Quince minutos pasaban de la hora a la que yo había quedado con mi cliente.
Él aún no había acudido. Había un muerto que hacía dos días que había llegado
al hotel y que era de Valencia. Tenía todos los puntos a mi favor para adivinar
de quién podría tratarse.
Si preguntaba por él en recepción y resultaba ser la persona que había
fallecido en el aparcamiento, saltaría la alarma y posiblemente tendría que dar
muchas explicaciones. No me importaba, pero iba a crearles a la policía muchas
preguntas y sin duda un posible móvil si finalmente resultase que no hubiese
muerto de forma natural.
Esperar a enterarme de ese detalle me pondría en un compromiso a mí. Mi
demora en tiempo no sería beneficiosa si alguien pudiera tener conocimiento de
mi reunión con él aquella mañana u de mi silencia habiendo estado en el lugar
de los hechos. Podría habérselo comunicado a su abogado, incluso al propio
recepcionista.
En mi cabeza rondaba que era difícil, pero no improbable, que el hubiese
desvelado mi información y que alguien no quisiera que saliera a la luz. Podría
tener mucho a perder.
Tenía que tomar una decisión. ¿Qué debía hacer yo en aquel caso? ¿Qué era
lo más prudente? No estaba seguro si iba a obrar de la manera más coherente
pero hice lo que creí que era lo mejor.
Nadie me pagó nunca aquella factura. Estaba claro que mi cliente ya no podía
hacerlo. La decisión que tomé, al menos me quitó la preocupación de tener toda
la vida la sospecha de si fue un asesinato o simplemente la mala suerte de
tener un infarto. La "Ley de Murphy"
está siempre de nuestro lado.
Seguiré mojándome los zapatos cuando llueva, pasando frió en invierno y
calor en verano, mientras consigo que no me descubran cuando hago mi trabajo y
rezando no volver a tener problemas colaterales. Maldito trabajo.
FIN