miércoles, 31 de diciembre de 2014

LA CAJA DE LAS BRAGAS


La caja de las bragas

 
 El colchón no es nada cómodo. Me duele la espalda cada día al levantarme. Solo consigo dormir dos horas; tres como máximo. Me desvelo rápido y, aunque aquí el silencio es obligado, oigo toser y roncar. El roncar es involuntario, el toser no, o sí…, no lo sé. Dudo porque yo también toso para que nadie pueda intuir que me estoy masturbando. Necesito hacerlo para dormirme. Lo necesito cuando me engullo en las malolientes sábanas y se apagan las luces, o cuando me despierto a media noche o de madrugada. Lo hago mientras en la penumbra de la oscuridad alcanzo a ver la fría esquina bajo el insignificante respiradero donde está situado el trono de mis deposiciones, un monstruo de cerámica que en tiempos pasados su color pudiera haber sido blanco y que, como una abierta y mellada boca, me mira como si deseara engullirme hacia el más allá.

Me cuesta tanto reconciliar el sueño con mis pensamientos rebotando entre las paredes de mi ya escaso raciocinio, que a veces son hasta cuatro veces las que tengo que hacerlo. Siempre temeroso y alerta, cuidando que ese espeso y viscoso líquido, donde se albergan quienes podrían haber llegado a ser mis herederos, no se salga de la tira de papel higiénico con el que, a modo de capucha, me enfundo el miembro con la finalidad de evitar ser descubierto por los celadores cuando hacen el reconocimiento matinal de mi lúgubre estancia en busca de posibles medios de fuga o de meditado suicido.

En la enfermería, a la que pido ir a menudo para aliviar mi pesar, me dicen que las ojeras y mi delgadez son debido a la falta de descanso.

Ignorantes.

El tratamiento a base de Dormilina, y otras mierdas similares de las que me abastecen esos sanitarios que se sienten superiores únicamente por pensar que conocen por qué estamos allí, jamás ha funcionado. No hay manera. Es inútil. Nada me hace efecto.

Yo no quiero desvelarme. Yo quiero dormir, pero no puedo evitar hacerlo y sufro. Sé que, si mi mente descansara, yo podría hacer callar a esa otra voz, pero no tengo ayuda y solo no puedo.

Necesito un tratamiento que no tengo, que tendría si alguien conociese lo que ocurre en mi mente, sin embargo, puedo explicar el motivo. Aquí, en la cárcel, eso no se puede revelar.

 

 

*  *  *  *  *

 

 

Todo empezó a los seis años cuando la inocencia te hace creer que unos renos voladores y tres camellos que vienen de oriente son capaces de traerte lo que sueñas y a los que les puedes pedir la felicidad que pretendes encontrar.

Yo era un muchacho tímido, aunque muy aplicado en la escuela. Para entonces recuerdo que ya empezaba a escribir y que leía muy bien. Me viene a la memoria como si fuese hoy mismo. Me gustaba dibujar.

Mi madre era una mujer muy guapa, aun lo sería si su pena no se lo hubiese impedido. Sus ojos eran verdes como las cristalinas aguas del lago que colgaba en la pared de mi casa, pintado de forma basta y cuyo tapiz, medio doblado, se sujetaba gracias a un carcomido marco de madera cargado de diminutos agujeritos por los que algunas veces vi salir, volando, unos diminutos bichejos que a su vuelta volvían a hacer nuevos orificios.

Mi padre me llevaba todos los días al colegio. Me levantaba a las ocho, desayunábamos juntos y desde la escuela se marchaba a su tienda. Era el dueño de una casa de recambios. Todo el mundo que necesitaba una pieza para su moto se la compraba a mi padre. Era muy bueno conmigo y con todo el mundo. También con mi tía Cati.

Mi madre trabajaba en una fábrica envasando embutido. Siempre me traía unas rodajas de aquel salchichón que tanto me gustaba. Las traía envueltas, dentro del bolso, envueltas en una servilleta de papel porque decía que así no se secaba. Se levantaba a las cinco todos los días porque su turno empezaba a las seis y tenía que coger el autobús. Las manos siempre le dolían y se tenía que poner crema para que se le curasen aquellas grietas que a veces le sangraban. Cuando por las noches me acostaba, me acariciaba muy despacio hasta que me dormía. Lo hacía mientras, con su dulce voz, me contaba cuentos que yo me sabía de memoria.

Mis padres se separaron aquel mismo año.

Mi madre tomó aquella decisión porque se enteró de que mi padre la engañaba con su hermana –mi tía Cati–. Aun me viene a la memoria aquel día que me despertaron sus gritos. Mi madre se encontró mal al llegar al trabajo y volvió a casa enseguida.

La trajo su jefe.

Yo no escuché la puerta cuando llegó, solo oí sus horribles chillidos y su llanto cuyo lamento se me clavaba en el corazón como un puñal.

Cuando salí al pasillo, para ver lo que ocurría, la vi de pie en su habitación. Aporreaba una y otra vez a mi padre que, de pie y desnudo junto a ella, aguantaba aquellos golpes en silencio mientras me miraba con aquellos ojos que jamás entendí lo que su mirada quería explicarme. Mi tía Cati no decía nada, solo se tapaba con aquella sábana mientras recogía sus bragas del suelo. Unas pequeñas bragas rojas.

 

Nos fuimos a vivir a casa de mis abuelos. Estuvimos allí durante casi un año; hasta que mi madre alquiló un piso muy pequeño y nos marchamos los dos solos. Había flores en el balcón. Geranios que ella dejaba que yo los regase cada dos días por la noche; ella me explicaba que por el día no se podían mojar, que los rayos del sol pasaba a través de las gotas de agua que se quedaban pegadas a sus hojas como si se tratase de diminutas lentejuelas y las podía quemar. Me decía, mientras me acariciaba el remolino de mi flequillo, que las plantas eran como las personas y que también tenían que protegerse, que si no se las cuidaba se podían morir por dentro y secarse.

Ahora entiendo qué es morirse por dentro.

Yo me tenía que ir con mi padre cada dos fines de semana, y algunos miércoles me venía a buscar al colegio y me llevaba hasta un parque donde me dejaba jugar. Luego me buscó dos amigos para que no estuviera solo. Uno era más grande que yo, Julián, que siempre me mandaba y me quitaba los juguetes. El otro se llamaba Raúl, ese era más pequeño y lloraba continuamente. Tenía algo raro, no supe que era, no hablaba y jugaba solo. Eran los hijos de Teresa, la señora que vivía con mi padre.

Mi padre, que se llamaba Carlos y que ahora ya casi no me acordaba de su nombre, cada vez se olvidaba más veces de irme a buscar al colegio los miércoles, incluso algunos fines de semana tampoco me recogía. Me explicaba que no podía llevarme con él porque trabajaba muy lejos, aunque la tienda siempre estuvo en el mismo sitio y los días de fiesta nunca abría. Yo entonces no lo entendía.

En parte no me supo demasiado mal; Julián ya no me pegaría más, ni me quitaría mis cosas. Si yo me defendía Teresa me pegaba con la zapatilla y me castigaba. Mi padre nunca dijo nada.

A mi tía Cati ya no la vi nunca más. Me dio mucha pena. Era muy buena conmigo, todos los años me traía la palma y me regalaba una mona de chocolate y huevos de Pascua. Decía que yo era un tesoro, su tesoro y que me querría siempre.

Me engañó.

Al final se vino a vivir Juanjo con nosotros –con mi madre y conmigo–. Había sido militar y era muy fuerte, a mamá a veces la cogía del brazo y le hacía daño. Se rapaba la cabeza al cero y tenía muchos tatuajes. Uno, de una calavera que tenía en el cuello, me daba miedo.

Mi madre debía estar muy enamorada de él porque siempre hacía lo que él le mandaba.

Juanjo empezó a ser muy bueno conmigo, me cuidaba mientras mi madre estaba en la fábrica. Podía hacerlo porque él no tenía ocupación alguna. No tenía suerte, no le llamaban de ningún sitio. Siempre me decía que cuando ganase dinero me compraría una bicicleta y me enseñaría a montar. Se preocupaba de mí, me lavaba cada día en la bañera, muy despacio, con mucho cuidado y muy poco a poco. Me decía que siempre debía de estar muy limpio y oler muy bien, sin embargo él olía a sudor.

Juanjo y yo teníamos un gran secreto, un secreto que no lo podía compartir, ni siquiera con mamá. Como no se lo contaba a nadie me regalaba golosinas. Ese era otro pequeño secreto también.

Los primero años –al menos los que recuerdo hasta que cumplí los doce–, yo lo pasaba bien. Creía que era muy chulo tener aquellos secretos con Juanjo, pero luego me hacía daño y ya no quería jugar más con él. Me obligaba a hacer cosas que yo no quería y me amenazaba con contarle nuestro secreto a mamá. Yo cerraba los ojos e intentaba llevar cuidado en no hacerle daño a él con los dientes. Como no podía evitar las arcadas, a veces no me daba cuenta y pasaba, entonces me castigaba poniéndome sobre la cama, boca abajo. Yo intentaba no gritar mordiendo la almohada mientras él me hacía cosas peores, cosas que me dolían.

Todo se acabó aquel día que mi madre vio sangre en mis calzoncillos y, en vez de ir al colegio, me llevó al médico. No recuerdo que pasó con Juanjo, pero cuando llegamos a casa estaba todo removido. Mi madre me explicó que Juanjo se había ido para siempre porque había encontrado un trabajo muy lejos, pero me extrañó porque se llevó el ordenador y la cámara de fotos con las que me fotografiaba cada día, pero la ropa, los zapatos y otras muchas cosas suyas no. Todo lo dejó allí.

Unos días después mi madre lo metió todo en unas cajas de cartón y las tiró a un contenedor en la otra punta del pueblo, eligió La Fontsanta. Me dijo que era para que la aprovecharan otras personas a las que les hacía falta. Que Juanjo le había dicho que se las regalase.

Nunca más hablamos de él, mi mamá no quería y tiró todas sus fotos.

A partir de entonces tuve que ir, una vez al mes, a ver a un médico que me hacía hacer dibujos y me preguntaba un montón de cosas. No tenía una bata blanca como los otros médicos que yo había visto. Era un señor muy raro, pero muy bueno. Me hablaba my despacio y me miraba siempre cuando yo hacía los dibujos. Apuntaba cosas en una libreta.

Mis abuelos cada día me llevaban y me recogían del colegio, y estaba con ellos hasta que venía mi madre de la fábrica. Mi abuela me quería mucho, aunque, no sé por qué, siempre lloraba cuando me abrazaba. Mi abuelo siempre tenía los ojos mojados.

Los días empezaban a ser más bonitos y ya no me daba miedo ni vergüenza estar con otros niños y niñas del colegio. Bueno…, con las niñas sí, un poco.

Pasaron unos años y me hice mayor, tenía dieciséis cuando conocí a Irene, ella tenía quince. Me gustaba mucho pero yo a ella no.

Irene vivía dos bloques de pisos más allá de donde vivían mis abuelos. Tenía un pelo rubio muy largo que siempre llevaba recogido con una trenza muy gorda y un lazo azul en la punta –supongo que era para que no se le deshiciera–. Sus ojos eran verdes como los de mi madre.

Un día le dije que me gustaba y que quería salir con ella, pero me despreció. A ella le gustaba Manolo, un gilipollas de la misma calle que tenía una moto. El muy imbécil se creía muy fuerte y muy guapo, pero era un capullo con muchos granos en la cara.

Una tarde, cuando Irene subía para su casa, corrí y entré en la escalera detrás de ella. Le pedí de nuevo que saliera conmigo y me volvió a despreciar.

No pude remediarlo. Una rabia muy extraña salió de dentro de mí, me veía como un dragón que, furioso, echaba fuego por la boca y quería comerse a la princesa. La agarré por la trenza y la metí en el ascensor. Me miraba asustada. Le dije que si gritaba le cortaría el cuello. No recordaba el por qué ni el cómo, pero llevaba la navaja en la mano.

Subimos hasta el último piso y salimos a la azotea. La arrinconé contra los depósitos del agua. Mientras la miraba a los ojos vi su miedo. Lloraba asustada. Un llanto que quedaba apagado tras el ruido incesante y rítmico del goteo dentro de aquel depósito.

Plop, plop, plop…

Aquello me enloqueció aun más, desabroché su camisa con dedos torpes, cayendo varios botones al suelo. Cuando por fin lo conseguí, toqué pequeñas y duras tetas. Levanté su falda y vi sus bragas. Me estremecí. Sentí una cosa muy especial, creí que me desmayaba. Aquellas bragas rojas, pequeñas y ajustadas, con un corazón blanco que por momentos me pareció ver mis iniciales atravesadas por una flecha, me pedían que metiera la mano y acariciara lo que en ellas escondía. Lo hice. Fue la primera vez que veía algo así y no pude retenerme. Me gustó. Nunca había tocado nada parecido. Era suave como la piel de melocotón, Su vello parecía el de un bebé.

Ella no se movía, el miedo a que le clavara la hoja en el cuello no se lo permitía. Sus ojos estaban cerrados y sus párpados muy apretados. Temblaba.

Tuve que hacer fuerza para que sus piernas se abrieran y pudiera tocarla bien al tiempo que mi dedo se hundía dentro de su cuerpo caliente y húmedo como el agua de la bañera donde me sumergía Juanjo mientras me pasaba la esponja por mi espalda, mi pecho y mis partes.

Aun recuerdo hoy aquel momento con Irene. Mi entrepierna me dolía dentro del pantalón mientras crecía queriendo salir fuera. Me corrí.

Un calor recorrió todo mi cuerpo, subiendo desde los pies como si me fuese a quemar por dentro. No podía parar mi cabeza, volví a evocar aquellos momentos con Juanjo. Aquel olor a su semen. Aquel olor a un cuerpo que no era el mío.

Miré a Irene y vi en ella la angustia que yo había sentido todos aquellos años, una zozobra se reflejaba en ella como la de la avispa que cae en el agua y no puede volver a emprender el vuelo. La misma ira que yo había sufrido en silencio, la estaba sintiendo entonces frente a mí, como si se tratase de un espejo.

Lejos de sentir pena y compasión, noté una especie de venganza o de justicia, me pareció que con aquello hacía pagar lo mucho que yo había sufrido. Era una sensación muy extraña, me gustaba, sin embargo paré.

Miré sus bragas y vi manchas de sangre en ellas. La había arañado. No me di cuenta de lo que le había hecho. Yo era otro. No era yo.

La solté. Cayó al suelo abatida. La amenacé, le dije que si decía algo la mataría. Aquello no podía saberse.

La dejé allí y salí corriendo.

Mientras bajaba las escaleras tropecé varias veces. Los escalones me parecían muros inexpugnables, mis pies no controlaban el suelo.

Salí a la calle y me parecía que todo el mundo me miraba. Corrí hacia mi casa, solo corría y corría. Me seguían mis fantasmas, pero aquella voz empezó a decirme que por fin había empezado todo, que ahora era yo el dominante.

Cuando estaba cenando llamaron a la puerta y unos hombres, que hablaron con mi madre, le dijeron que venían a buscarme. Ella no entendía nada, solo lloraba mientras, tratando de agarrarme para que no se me llevaran, gritaba que no era posible.

 

 

*   *   *   *   *

 

 

El reformatorio estaba muy lejos y mamá solo podía ir a verme una vez al mes. La dejaban estar conmigo en un comedor, sentada frente a mí en una mesa en la que sus manos no llegaban a poder tocar las mías, separados de las demás mesas, donde otros compañeros del centro, estaban con sus padres o familiares. A mí solo venía a verme ella.

Otro de aquellos médicos sin bata, aunque aquí sí la llevaban cuando caminaban por los pasillos, me iban haciendo test de comportamiento, decían que para evaluarme. Si me portaba bien, y ellos daban el visto bueno, en muy pocos meses saldría a la calle y me podría ir a casa con mi madre.

Estuve dentro de aquellos muros durante un año y dos meses haciendo de jardinero, fregando suelos y platos. Comiendo una bazofia de difícil digestión y sufriendo castigos por desobediencia. Los más mayores decían que aquello era como la mili. Yo no sabía que querían decir.

Aprendí que en aquel lugar tenía que decir siempre la verdad de lo que pasaba dentro de mi cabeza.

­—Nosotros lo sabemos todo –me decían–. Lo que me pasó con Juanjo, lo que me pasó con Irene.

Trataban de curarme –me explicaban–, pero en verdad no sabían nada. No sabían que yo me masturbaba todas las noches pensando en las bragas rojas de mi tía Cati tiradas en el suelo de la habitación de mis padres, o en las de Irene llenas de sangre. No sabían que no podía dormir y que lo necesitaba hacer. No tenían ni puta idea de las veces que odiaba haber guardado el secreto de Juanjo. Yo les repetía siempre que de aquello no recordaba nada, pero sí que recordé lo que leí en la biblioteca respecto a los tratamientos de aquellos médicos de la cabeza, y lo que significaba cada uno de los trazos que se plasmaban en los folios que te entregaban para que dibujases. Siempre me gustó dibujar y me fue fácil, entonces aprendí a saber qué y cómo dibujar lo que yo quería representar. A partir de ese momento mis dibujos eran de jardines con muchas flores, soles grandes con muchos y largos rayos luminosos, rodeados de nubes blancas como bolsas de algodón que le acompañaban en cielos azules como el mar. Niños jugando en parques con columpios y toboganes, saltando y haciendo castillos de arena. Casas con una chimenea de donde salía un hilo de humo, con una gran puerta de madera, abierta y de donde partía un ancho camino que llegaba hasta un bosque de árboles floridos y muchos pajaritos.

Tardé en comprender lo que ellos necesitaban saber de mí, pero lo conseguí y al final le dijeron a mi madre que estaba curado y un juez me dejó marcharme con ella a casa.

Al salir de allí, fui directamente a vivir a otro pueblo, ella se había mudado unos meses antes. Me explicó mil razones, sin embargo, no comprendí ninguna de ellas. Seguía trabajando en el mismo lugar aunque le pillaba mucho más lejos. No quería volver al pueblo donde habíamos estado viviendo, ni siquiera para ir a ver a mis abuelos; eran ellos los que venían a visitarnos. Me creó un mundo nuevo y yo ignoré durante un tiempo el porqué.

Sin lugar a dudas, mi madre, para irnos a vivir, había buscado aquel sitio a conciencia. Lo tuvo que escoger por algo muy especial, pero, sin embargo, jamás lo reconoció. Era un pueblecito pequeño, cerca de la montaña. Ahora Cornellá nos quedaba muy retirado.

Eso fue otra de las cosas que entendí más tarde.

 

 

*   *   *   *   *

 

 

Mi cabeza se había serenado, igual que lo hacen las olas del mar cuando llegan a la orilla y se desvanecen en la arena. Un amigo de mi madre me buscó una ocupación en la que me pasaba ocho horas empaquetando pedidos para sus clientes.

Los días pasaron y fui haciendo, lo que ellos llamaban una vida normal. Conocí a chicos y chicas y salía a tomar copas con ellos. Alcancé la mayoría de edad y me convertí en una persona como cualquier otra, pero había algo allí dentro que explotó sin saber cómo.

Lucía estaba sentada en uno de los bancos de la plaza, leyendo tranquilamente mientras comía pipas y leía una de esas novelas tan cursis. Pasé cerca de ella y me di cuenta que su camiseta dejaba entrever un escote de donde asomaba la blonda de un sujetador de color rosa. Me senté frente a ella en otro de los grafiteados bancos de madera. Allí, junto a la fuente de donde las gotas de su grifo eran lamidas por un dálmata que, sin dueño, corría intentando coger a dos palomas que trataban de romper a picotazos un mendrugo de pan duro, la estuve observando.

Dentro de mi cabeza imaginaba el resto de su ropa interior y jugaba a adivinar si sus bragas serían del mismo color o de una tonalidad más fuerte. Quizás rojas.

La tarde invitaba a estar relajado, disfrutando de una lectura que yo no llevaba y de una paz de la que carecía. Mi pulso se aceleraba con mis pensamientos y el motor en mi pecho empezó a bombear más sangre de la que necesitaba para continuar vivo sin más.

La erección empezó y mi mente me dirigía sin que yo pudiera controlarla. Imágenes a mil por hora pasaban por delante de mis ojos como si se tratase de una película en diapositivas. Me encontraba ofuscado y sin ningún tipo de control. Me estaba volviendo a pasar. Quería acercarme a ella y tocarla. Traté de no moverme y luchaba para que se me pasase.

Ella no tardó en levantarse. Sin saber por qué, la seguí.

La casualidad, o quizá la fatalidad, hizo que aquella muchacha pasara por una zona poco frecuentada por el resto de la gente. Era un paso poco transitado, cerca del cementerio. Un lugar desolado que me hizo creer que se había dirigido allí expresamente para que pudiera tener la oportunidad de estar a solas con ella.

Aceleré el paso y cuando cruzábamos el pequeño parque, la alcancé.

Sin que se diera cuenta la agarré por su larga melena rubia y la obligué a que me acompañara hasta una zona arbolada. Olía muy bien, no sabía a qué porque no conozco colonias, ni fragancias, ni perfumes, y soy incapaz de retener en mi memoria olfativa a cuáles pertenecen cada uno de esos efluvios, sin embrago, su aroma se filtró por mi nariz con agrado. Era como si esa chica de ojos rasgados y labios carnosos estuviera cubierta por pétalos de rosa.

Fue la primera vez que llegaba tan lejos, como si hubiese tenido escondida dentro de mí a una fiera esperando ese momento que al fin le había llegado. No dejé que me mirase la cara en ningún momento. La hice que se tumbara en el suelo, boca abajo, y me arrodille sobre ella colocándome entre sus piernas. Mi pantalón ya lo tenía abierto y mi miembro, duro como una piedra, pedía llenar un hueco en sus carnes. Le subí la falda mientras le ordenaba que no gritase. La navaja con la que le había apretado el cuello segundos antes, insinuándole una muerte posible, le hizo comprender que debía estarse quieta y callada.

Sus muslos temblaban mientras yo escuchaba un apagado sollozo y su lamento silencioso rogándome que no le hiciera nada y que la dejase marchar. Pero no podía ser, no podía hacerme retroceder igual que yo tampoco pude convencer jamás a Juanjo para que no me hiciese nada y me dejase. Ahora era yo el que manipulaba la situación. Ahora era yo el que se estaba vengando.

Vi sus bragas y no pude resistirme. Las corté y me las guardé en el bolsillo. No lo adiviné, estas eran rosas.

La violé analmente. Ella me suplicaba y yo me excitaba más. Gemía intentando no ahogarse mientras yo apretaba su cabeza contra el suelo. Su boca abierta parecía tragarse la tierra que ella misma trataba de escupir junto con sus babas.

La excitación fue tal que me corrí enseguida. Aquella fue mi primera fornicación. Mi semen seguía saliendo y salpicaba sus glúteos y sus nalgas.

Quedó tumbada con los brazos abiertos en cruz. No me había fijado hasta entonces, sus uñas habían dejado los mismos rastros en el suelo que los tractores de labranza dejan tras pasar sus arados. Le volví a amenazar para que no se diera la vuelta. No dijo nada, no se movió. Me incorporé y me marché corriendo. No miré en ningún momento hacia atrás.

 

No había hecho nada malo –me decía a mí mismo–, tenía derecho a ello. Dentro de mi cabeza me bombardeaban las imágenes de todas aquellas veces que, tendido sobre la cama, miraba la ventana y veía como el viento mecía las hojas de aquel sauce que había frente a mi casa, en el jardín en el que nunca salí a jugar, mientras Juanjo me penetraba a la vez que susurraba “esto es nuestro secreto”.

Ahora era yo el que tenía ese poder. Ahora era yo el que tenía derecho a vengarme.

 

 

*   *   *   *   *

 

 

 

Pasaron varios días y no se comentaba nada. Nadie supo lo que pasó en aquel parque. Posiblemente a ella le debió dar miedo, o vergüenza, decírselo a sus padres. O tal vez le debió gustar y lo mantuvo en secreto. No sabía el porqué, pero aquello quedó allí, oculto entre los árboles que nos contemplaban detrás de aquellos matorrales mientras yo me desvirgaba por primera vez.

Todos los días recordaba aquel momento. Pensaba que el próximo tenía que ser mejor y que debía disfrutarlo más. Esa vez no me había dado tiempo, fue todo muy rápido y la excitación me pudo. Las masturbaciones las controlaba a mi manera, pero ese momento no. Se me fue de las manos como el agua lo hace entre mis dedos.

En adelante iba a ser todo mejor y más cuidado.

Empecé a planificar mis asaltos, me provine de una capucha, unos guantes, un pasamontañas y mi navaja. No tenía que correr el riesgo de que alguien me pudiera reconocer, no tenía que dejar nada con lo que me identificaran. Nadie me había tomado las huellas nunca, ni me había invitado a chupar uno de esos “isótopos” –así los llaman–, donde dejar mis babas para obtener mi ADN. Esa es la ventaja que se tiene al ser un menor. En adelante sería distinto, la edad te hace ser prudente y era mucho lo que había aprendido allí encerrado.

Miraba las bragas que, metida entre mis cosas, guardaba en aquella caja de cartón. Las tocaba y me motivaba, eran mis amuletos y quería tener más. Después salía a la calle, a mi campo de batalla, al barro donde debía enterrar todas mis rabias y saldar mi deuda. Tenía que hacerles pagar las consecuencias porque todos eran responsables.

Elegía las tardes apacibles y brillantes, donde la luz casi te ciega y las calles huelen a toda la pena y tristeza que arrastra la gente que deambula por ellas sin importarle la vida de aquellos con los que se cruzan. Apestan a la miseria personal de cada individuo que, aun careciendo de ello, tratan de hacerle creer a sus prójimos que son felices y muy afortunados. A la estupidez humana de todos aquellos que, a pesar de saber que les está robando el que han elegido para que le gobierne, no hacen nada para evitarlo. Esos momentos del atardecer eran los que yo prefería, cuando el sol se pone y está a punto de oscurecer. Buscaba los lugares y desde ahí vigilaba a las chicas que más me atraían de mi lista ya confeccionada. Lo hacía hasta encontrar a la que sabía que me iba hacer gozar de verdad y que estaba dispuesta a entregarse para lograr mi finalidad.

El aire me parecía siempre fresco mientras esperaba a ver cuál era la elegida. Cuando la encontraba la seguía para saber dónde se dirigía y asegurarme que no iba a tener ningún problema. Lo planificaba.

Durante unos meses fueron varias las chicas a las que había seleccionado, no lo recuerdo con exactitud; quizás seis, tal vez siete. El caso es que la lista ya me parecía larga y debía empezar a elegir a mi siguiente víctima entre esas afortunadas. Me sentía un profesional y así las quería llamar: víctimas. Al último al que debía engañar era a mí, y ellas iban a ser igual de víctimas que lo fui yo durante tanto tiempo.

Nadie supo nunca lo que yo sufrí. Nadie se dio cuenta de lo que hicieron con mi vida; ni los unos ni los otros. Todos son responsables. Me encerraron por ello, pero no hicieron más que abrirme los ojos. Ahora era yo el que los iba a poner en jaque. Ahora era yo el que iba a jugar con ellos. Si son capaces…, que me descubran. Los estaba retando.

Callejones, ascensores, polígonos y zonas poco frecuentadas fueron mis lugares elegidos para abordarlas. Algunas con penetración, otras no. El miedo a ser pillado o la resistencia de algunas me impidieron disfrutar completamente, pero me iba profesionalizando. Cada vez estaba más seguro de lo que hacía, corría menos riesgos y el placer se duplicaba. La mezcla de orgasmo y resarcimiento me llenaba.

Lo necesitaba cada vez más, ya no podía aguantar solo con masturbarme, necesitaba soltar mi rabia en ellas, no era únicamente una función orgánica, era algo más. Las voces que había dentro de mí me lo pedían y yo…, no podía más que obedecer y corresponderles.

 

 

*   *   *   *   *

 

 

Se empezaba a escuchar que había un violador por el barrio y tuve que cambiar la forma de darles a mis chicas el placer que necesitaban. No podía dejar que me pillaran y que ellas perdieran esa oportunidad. Se lo debía.

Durante algo más de dos años, fui coleccionando todas aquellas bragas.

Era un ciudadano ejemplar y el trabajo de envolver pedidos se había quedado corto. Para entonces mi misión había pasado a repartirlos, por lo que me tuve que comprar una furgoneta. Eran muchos los clientes a los que atender y eso me servía para moverme por muchos lugares; incluso por muchos pueblos. Amplié mi zona de captación de objetivos, y no me refiero a los laborales.

Meter a las chicas en el vehículo no era empresa fácil y tuve que recurrir al cloroformo, aunque, algunas veces, incluso hasta eso me resultaba complicado: Yo no soy un tipo demasiado fuerte, mis veinticinco años no me habían provisto de un cuerpo atlético y ni siquiera alcancé a medir el metro sesenta. Para colmo, mis escasos cincuenta kilos no me hacían sentirme capaz de enfrentarme a los cuerpos que me apetecían. Mi delirio por las mujeres con cuerpos redondos, culos notables y pechos voluminosos jugaba en contra de mis prestaciones físicas, ese era el tipo de hembra que me atraía y no estaba dispuesto a declinar en ello. Esas carencias las compensaba con mi sutileza a la hora de manejar la navaja y la rapidez que adquirí a la hora de cubrirles la boca y la nariz con el pañuelo que previamente rociaba con aquella esencia mágica con la que las aletargaba y las convertía en unas fieras sumisas.

Me había sofisticado en la forma de ejecutar mis acciones. Encontré un lugar apartado, cercano a un canal en el que solo se podían encontrar aquellas asquerosas ratas tratando de roer las lamentables traviesas que sujetaban el escaso techo de aquel viejo molino en el que, días pretéritos, sus aspas eran movidas por el impulso de las aguas que torrencialmente bajaban por el cauce artificial y que ahora apestaban.

Allí, sobre una prefabricada mesa de amor, a base de tablas y cartones, las colocaba y gozaba con ellas mientras placenteramente imaginaba que soñaban con supuestos príncipes que les prometían hacerlas reinas de telas con las que cubrir y lucir sus cuerpos, coronadas como mises en un pase de modelos. Sin embargo, era yo el que las poseía, el que lamía sus cuerpos desnudos, el que mordisqueaba sus labios genitales y sus negros pezones, el que ahora las penetraba sintiéndome merecedor de tales premios y compensando los infortunios que me había deparado mi desgraciada vida en la que nadie reparó en mí, en la que mi secreto con Juanjo fue la tortura de mi propio destino.

 

 

*   *   *   *   *

 

 

En estos momentos no recuerdo si fui yo mismo el que empezó a romper las reglas del juego. No soy capaz de sospesar con diligencia exacta si los errores cometidos fueron intencionados o, si mi otro yo, logró embaucarme en considerar mi cuenta saldada y poner a su disposición aquello con el que pudieran atraparme, con el que pudieran saber que yo era el verdugo y lograran al fin encontrarme.

Una lucha interna entre aquellas dos incesantes voces me hacía volver loco a pasos agigantados. Una voz me solicitaba continuidad y la otra me obligaba a interrumpirlo todo, a desenmascararme.

Me divertía saber que me buscaban, pero odiaba que me tildaran de asesino violador.

Un demente, decía la prensa.

Ignorantes.

Nunca fui un asesino, fueron daños colaterales. Nunca fui un violador, igual que jamás lo llegó a ser Juanjo que yo sepa­. Y por supuesto, jamás he sido un loco. Todos vosotros me habéis creado, con vuestras leyes inútiles, incapaces de ver el problema desde su nacimiento. Vuestra es la responsabilidad.

¿Tan difícil es saber que un niño está sufriendo en silencio?

Dónde están esos psicólogos que solo tratan de averiguar que existe un problema cuando el problema no tiene solución. Por qué no existe un control donde se pueda detectar que ese problema se está generando y tratar de evitar que esos inocentes sufran y que después quieran hacer pagar su sufrimiento sacrificando a nuevas víctimas.

 

Ahora estoy pagando una condena por el único error cometido. Solamente un error con el que me habéis podido juzgar. Conocéis un solo nombre de mi lista de dieciséis mujeres y os creéis orgullosos mientras el resto todavía clama una justicia idéntica a la que yo hubiera querido recibir entonces. Inútiles. Yo os lo he marcado para poder descansar. Yo he sido el que me he atrapado no vosotros.

El colchón no es nada cómodo y me duele la espalda cada día al levantarme. Apenas consigo dormir y toso para disimular mis masturbaciones. La Dormilina no me hace efecto y os pido a gritos un tratamiento que no me dais, un tratamiento que me haga apagar esa otra voz que no domino y que me sigue pidiendo venganza.

Ya he cumplido diez años en esta miserable estancia que sigue oliendo a hijos muertos asfixiados en papel higiénico.

Únicamente me quedan diez días para volver a ser libre, aunque sin libertad, y no pienso desvelar mi secreto.

La calle me espera y mis chicas aguardan ansiosas que vuelva a dejar mis masturbaciones entre estas asquerosas y malolientes sábanas carcelarias.

Vosotros seréis los culpables de que yo alargue de nuevo esa lista.

Volveré a abrir mi caja con todas aquellas bragas. Aunque no todas sean rojas.

 

 


 

-  F  I  N   -