La caja de las bragas
Me cuesta tanto reconciliar el sueño con mis
pensamientos rebotando entre las paredes de mi ya escaso raciocinio, que a
veces son hasta cuatro veces las que tengo que hacerlo. Siempre temeroso y
alerta, cuidando que ese espeso y viscoso líquido, donde se albergan quienes podrían
haber llegado a ser mis herederos, no se salga de la tira de papel higiénico
con el que, a modo de capucha, me enfundo el miembro con la finalidad de evitar
ser descubierto por los celadores cuando hacen el reconocimiento matinal de mi lúgubre
estancia en busca de posibles medios de fuga o de meditado suicido.
En la enfermería, a la que pido ir a menudo para
aliviar mi pesar, me dicen que las ojeras y mi delgadez son debido a la falta
de descanso.
Ignorantes.
El tratamiento a base de Dormilina, y otras mierdas
similares de las que me abastecen esos sanitarios que se sienten superiores
únicamente por pensar que conocen por qué estamos allí, jamás ha funcionado. No
hay manera. Es inútil. Nada me hace efecto.
Yo no quiero desvelarme. Yo quiero dormir, pero no
puedo evitar hacerlo y sufro. Sé que, si mi mente descansara, yo podría hacer
callar a esa otra voz, pero no tengo ayuda y solo no puedo.
Necesito un tratamiento que no tengo, que tendría
si alguien conociese lo que ocurre en mi mente, sin embargo, puedo explicar el
motivo. Aquí, en la cárcel, eso no se puede revelar.
* * * * *
Todo empezó a los seis años cuando la inocencia te
hace creer que unos renos voladores y tres camellos que vienen de oriente son
capaces de traerte lo que sueñas y a los que les puedes pedir la felicidad que pretendes
encontrar.
Yo era un muchacho tímido, aunque muy aplicado en
la escuela. Para entonces recuerdo que ya empezaba a escribir y que leía muy
bien. Me viene a la memoria como si fuese hoy mismo. Me gustaba dibujar.
Mi madre era una mujer muy guapa, aun lo sería si
su pena no se lo hubiese impedido. Sus ojos eran verdes como las cristalinas aguas
del lago que colgaba en la pared de mi casa, pintado de forma basta y cuyo
tapiz, medio doblado, se sujetaba gracias a un carcomido marco de madera
cargado de diminutos agujeritos por los que algunas veces vi salir, volando,
unos diminutos bichejos que a su vuelta volvían a hacer nuevos orificios.
Mi padre me llevaba todos los días al colegio. Me
levantaba a las ocho, desayunábamos juntos y desde la escuela se marchaba a su
tienda. Era el dueño de una casa de recambios. Todo el mundo que necesitaba una
pieza para su moto se la compraba a mi padre. Era muy bueno conmigo y con todo
el mundo. También con mi tía Cati.
Mi madre trabajaba en una fábrica envasando
embutido. Siempre me traía unas rodajas de aquel salchichón que tanto me
gustaba. Las traía envueltas, dentro del bolso, envueltas en una servilleta de
papel porque decía que así no se secaba. Se levantaba a las cinco todos los
días porque su turno empezaba a las seis y tenía que coger el autobús. Las
manos siempre le dolían y se tenía que poner crema para que se le curasen aquellas
grietas que a veces le sangraban. Cuando por las noches me acostaba, me
acariciaba muy despacio hasta que me dormía. Lo hacía mientras, con su dulce
voz, me contaba cuentos que yo me sabía de memoria.
Mis padres se separaron aquel mismo año.
Mi madre tomó aquella decisión porque se enteró de
que mi padre la engañaba con su hermana –mi tía Cati–. Aun me viene a la
memoria aquel día que me despertaron sus gritos. Mi madre se encontró mal al
llegar al trabajo y volvió a casa enseguida.
La trajo su jefe.
Yo no escuché la puerta cuando llegó, solo oí sus horribles
chillidos y su llanto cuyo lamento se me clavaba en el corazón como un puñal.
Cuando salí al pasillo, para ver lo que ocurría, la
vi de pie en su habitación. Aporreaba una y otra vez a mi padre que, de pie y desnudo
junto a ella, aguantaba aquellos golpes en silencio mientras me miraba con
aquellos ojos que jamás entendí lo que su mirada quería explicarme. Mi tía Cati
no decía nada, solo se tapaba con aquella sábana mientras recogía sus bragas
del suelo. Unas pequeñas bragas rojas.
Nos fuimos a vivir a casa de mis abuelos. Estuvimos
allí durante casi un año; hasta que mi madre alquiló un piso muy pequeño y nos
marchamos los dos solos. Había flores en el balcón. Geranios que ella dejaba
que yo los regase cada dos días por la noche; ella me explicaba que por el día
no se podían mojar, que los rayos del sol pasaba a través de las gotas de agua que
se quedaban pegadas a sus hojas como si se tratase de diminutas lentejuelas y las
podía quemar. Me decía, mientras me acariciaba el remolino de mi flequillo, que
las plantas eran como las personas y que también tenían que protegerse, que si
no se las cuidaba se podían morir por dentro y secarse.
Ahora entiendo qué es morirse por dentro.
Yo me tenía que ir con mi padre cada dos fines de
semana, y algunos miércoles me venía a buscar al colegio y me llevaba hasta un
parque donde me dejaba jugar. Luego me buscó dos amigos para que no estuviera
solo. Uno era más grande que yo, Julián, que siempre me mandaba y me quitaba
los juguetes. El otro se llamaba Raúl, ese era más pequeño y lloraba
continuamente. Tenía algo raro, no supe que era, no hablaba y jugaba solo. Eran
los hijos de Teresa, la señora que vivía con mi padre.
Mi padre, que se llamaba Carlos y que ahora ya casi
no me acordaba de su nombre, cada vez se olvidaba más veces de irme a buscar al
colegio los miércoles, incluso algunos fines de semana tampoco me recogía. Me
explicaba que no podía llevarme con él porque trabajaba muy lejos, aunque la
tienda siempre estuvo en el mismo sitio y los días de fiesta nunca abría. Yo entonces
no lo entendía.
En parte no me supo demasiado mal; Julián ya no me
pegaría más, ni me quitaría mis cosas. Si yo me defendía Teresa me pegaba con
la zapatilla y me castigaba. Mi padre nunca dijo nada.
A mi tía Cati ya no la vi nunca más. Me dio mucha
pena. Era muy buena conmigo, todos los años me traía la palma y me regalaba una
mona de chocolate y huevos de Pascua. Decía que yo era un tesoro, su tesoro y
que me querría siempre.
Me engañó.
Al final se vino a vivir Juanjo con nosotros –con mi
madre y conmigo–. Había sido militar y era muy fuerte, a mamá a veces la cogía
del brazo y le hacía daño. Se rapaba la cabeza al cero y tenía muchos tatuajes.
Uno, de una calavera que tenía en el cuello, me daba miedo.
Mi madre debía estar muy enamorada de él porque
siempre hacía lo que él le mandaba.
Juanjo empezó a ser muy bueno conmigo, me cuidaba
mientras mi madre estaba en la fábrica. Podía hacerlo porque él no tenía
ocupación alguna. No tenía suerte, no le llamaban de ningún sitio. Siempre me
decía que cuando ganase dinero me compraría una bicicleta y me enseñaría a
montar. Se preocupaba de mí, me lavaba cada día en la bañera, muy despacio, con
mucho cuidado y muy poco a poco. Me decía que siempre debía de estar muy limpio
y oler muy bien, sin embargo él olía a sudor.
Juanjo y yo teníamos un gran secreto, un secreto
que no lo podía compartir, ni siquiera con mamá. Como no se lo contaba a nadie
me regalaba golosinas. Ese era otro pequeño secreto también.
Los primero años –al menos los que recuerdo hasta
que cumplí los doce–, yo lo pasaba bien. Creía que era muy chulo tener aquellos
secretos con Juanjo, pero luego me hacía daño y ya no quería jugar más con él.
Me obligaba a hacer cosas que yo no quería y me amenazaba con contarle nuestro
secreto a mamá. Yo cerraba los ojos e intentaba llevar cuidado en no hacerle
daño a él con los dientes. Como no podía evitar las arcadas, a veces no me daba
cuenta y pasaba, entonces me castigaba poniéndome sobre la cama, boca abajo. Yo
intentaba no gritar mordiendo la almohada mientras él me hacía cosas peores,
cosas que me dolían.
Todo se acabó aquel día que mi madre vio sangre en
mis calzoncillos y, en vez de ir al colegio, me llevó al médico. No recuerdo
que pasó con Juanjo, pero cuando llegamos a casa estaba todo removido. Mi madre
me explicó que Juanjo se había ido para siempre porque había encontrado un
trabajo muy lejos, pero me extrañó porque se llevó el ordenador y la cámara de
fotos con las que me fotografiaba cada día, pero la ropa, los zapatos y otras muchas
cosas suyas no. Todo lo dejó allí.
Unos días después mi madre lo metió todo en unas
cajas de cartón y las tiró a un contenedor en la otra punta del pueblo, eligió
La Fontsanta. Me dijo que era para que la aprovecharan otras personas a las que
les hacía falta. Que Juanjo le había dicho que se las regalase.
Nunca más hablamos de él, mi mamá no quería y tiró
todas sus fotos.
A partir de entonces tuve que ir, una vez al mes, a
ver a un médico que me hacía hacer dibujos y me preguntaba un montón de cosas.
No tenía una bata blanca como los otros médicos que yo había visto. Era un
señor muy raro, pero muy bueno. Me hablaba my despacio y me miraba siempre
cuando yo hacía los dibujos. Apuntaba cosas en una libreta.
Mis abuelos cada día me llevaban y me recogían del
colegio, y estaba con ellos hasta que venía mi madre de la fábrica. Mi abuela me
quería mucho, aunque, no sé por qué, siempre lloraba cuando me abrazaba. Mi
abuelo siempre tenía los ojos mojados.
Los días empezaban a ser más bonitos y ya no me
daba miedo ni vergüenza estar con otros niños y niñas del colegio. Bueno…, con
las niñas sí, un poco.
Pasaron unos años y me hice mayor, tenía dieciséis
cuando conocí a Irene, ella tenía quince. Me gustaba mucho pero yo a ella no.
Irene vivía dos bloques de pisos más allá de donde
vivían mis abuelos. Tenía un pelo rubio muy largo que siempre llevaba recogido
con una trenza muy gorda y un lazo azul en la punta –supongo que era para que
no se le deshiciera–. Sus ojos eran verdes como los de mi madre.
Un día le dije que me gustaba y que quería salir
con ella, pero me despreció. A ella le gustaba Manolo, un gilipollas de la
misma calle que tenía una moto. El muy imbécil se creía muy fuerte y muy guapo,
pero era un capullo con muchos granos en la cara.
Una tarde, cuando Irene subía para su casa, corrí y
entré en la escalera detrás de ella. Le pedí de nuevo que saliera conmigo y me
volvió a despreciar.
No pude remediarlo. Una rabia muy extraña salió de
dentro de mí, me veía como un dragón que, furioso, echaba fuego por la boca y quería
comerse a la princesa. La agarré por la trenza y la metí en el ascensor. Me
miraba asustada. Le dije que si gritaba le cortaría el cuello. No recordaba el por
qué ni el cómo, pero llevaba la navaja en la mano.
Subimos hasta el último piso y salimos a la azotea.
La arrinconé contra los depósitos del agua. Mientras la miraba a los ojos vi su
miedo. Lloraba asustada. Un llanto que quedaba apagado tras el ruido incesante
y rítmico del goteo dentro de aquel depósito.
Plop, plop, plop…
Aquello me enloqueció aun más, desabroché su camisa
con dedos torpes, cayendo varios botones al suelo. Cuando por fin lo conseguí, toqué
pequeñas y duras tetas. Levanté su falda y vi sus bragas. Me estremecí. Sentí
una cosa muy especial, creí que me desmayaba. Aquellas bragas rojas, pequeñas y
ajustadas, con un corazón blanco que por momentos me pareció ver mis iniciales
atravesadas por una flecha, me pedían que metiera la mano y acariciara lo que
en ellas escondía. Lo hice. Fue la primera vez que veía algo así y no pude
retenerme. Me gustó. Nunca había tocado nada parecido. Era suave como la piel
de melocotón, Su vello parecía el de un bebé.
Ella no se movía, el miedo a que le clavara la hoja
en el cuello no se lo permitía. Sus ojos estaban cerrados y sus párpados muy
apretados. Temblaba.
Tuve que hacer fuerza para que sus piernas se
abrieran y pudiera tocarla bien al tiempo que mi dedo se hundía dentro de su
cuerpo caliente y húmedo como el agua de la bañera donde me sumergía Juanjo
mientras me pasaba la esponja por mi espalda, mi pecho y mis partes.
Aun recuerdo hoy aquel momento con Irene. Mi
entrepierna me dolía dentro del pantalón mientras crecía queriendo salir fuera.
Me corrí.
Un calor recorrió todo mi cuerpo, subiendo desde
los pies como si me fuese a quemar por dentro. No podía parar mi cabeza, volví
a evocar aquellos momentos con Juanjo. Aquel olor a su semen. Aquel olor a un
cuerpo que no era el mío.
Miré a Irene y vi en ella la angustia que yo había
sentido todos aquellos años, una zozobra se reflejaba en ella como la de la
avispa que cae en el agua y no puede volver a emprender el vuelo. La misma ira
que yo había sufrido en silencio, la estaba sintiendo entonces frente a mí,
como si se tratase de un espejo.
Lejos de sentir pena y compasión, noté una especie
de venganza o de justicia, me pareció que con aquello hacía pagar lo mucho que
yo había sufrido. Era una sensación muy extraña, me gustaba, sin embargo paré.
Miré sus bragas y vi manchas de sangre en ellas. La
había arañado. No me di cuenta de lo que le había hecho. Yo era otro. No era yo.
La solté. Cayó al suelo abatida. La amenacé, le
dije que si decía algo la mataría. Aquello no podía saberse.
La dejé allí y salí corriendo.
Mientras bajaba las escaleras tropecé varias veces.
Los escalones me parecían muros inexpugnables, mis pies no controlaban el
suelo.
Salí a la calle y me parecía que todo el mundo me
miraba. Corrí hacia mi casa, solo corría y corría. Me seguían mis fantasmas,
pero aquella voz empezó a decirme que por fin había empezado todo, que ahora
era yo el dominante.
Cuando estaba cenando llamaron a la puerta y unos hombres,
que hablaron con mi madre, le dijeron que venían a buscarme. Ella no entendía
nada, solo lloraba mientras, tratando de agarrarme para que no se me llevaran, gritaba
que no era posible.
*
* * * *
El reformatorio estaba muy lejos y mamá solo podía ir
a verme una vez al mes. La dejaban estar conmigo en un comedor, sentada frente
a mí en una mesa en la que sus manos no llegaban a poder tocar las mías,
separados de las demás mesas, donde otros compañeros del centro, estaban con
sus padres o familiares. A mí solo venía a verme ella.
Otro de aquellos médicos sin bata, aunque aquí sí la
llevaban cuando caminaban por los pasillos, me iban haciendo test de
comportamiento, decían que para evaluarme. Si me portaba bien, y ellos daban el
visto bueno, en muy pocos meses saldría a la calle y me podría ir a casa con mi
madre.
Estuve dentro de aquellos muros durante un año y dos
meses haciendo de jardinero, fregando suelos y platos. Comiendo una bazofia de
difícil digestión y sufriendo castigos por desobediencia. Los más mayores decían
que aquello era como la mili. Yo no sabía que querían decir.
Aprendí que en aquel lugar tenía que decir siempre la
verdad de lo que pasaba dentro de mi cabeza.
—Nosotros lo sabemos todo –me decían–. Lo que me pasó
con Juanjo, lo que me pasó con Irene.
Trataban de curarme –me explicaban–, pero en verdad no
sabían nada. No sabían que yo me masturbaba todas las noches pensando en las
bragas rojas de mi tía Cati tiradas en el suelo de la habitación de mis padres,
o en las de Irene llenas de sangre. No sabían que no podía dormir y que lo necesitaba
hacer. No tenían ni puta idea de las veces que odiaba haber guardado el secreto
de Juanjo. Yo les repetía siempre que de aquello no recordaba nada, pero sí que
recordé lo que leí en la biblioteca respecto a los tratamientos de aquellos
médicos de la cabeza, y lo que significaba cada uno de los trazos que se
plasmaban en los folios que te entregaban para que dibujases. Siempre me gustó
dibujar y me fue fácil, entonces aprendí a saber qué y cómo dibujar lo que yo
quería representar. A partir de ese momento mis dibujos eran de jardines con
muchas flores, soles grandes con muchos y largos rayos luminosos, rodeados de
nubes blancas como bolsas de algodón que le acompañaban en cielos azules como
el mar. Niños jugando en parques con columpios y toboganes, saltando y haciendo
castillos de arena. Casas con una chimenea de donde salía un hilo de humo, con una
gran puerta de madera, abierta y de donde partía un ancho camino que llegaba
hasta un bosque de árboles floridos y muchos pajaritos.
Tardé en comprender lo que ellos necesitaban saber de
mí, pero lo conseguí y al final le dijeron a mi madre que estaba curado y un
juez me dejó marcharme con ella a casa.
Al salir de allí, fui directamente a vivir a otro
pueblo, ella se había mudado unos meses antes. Me explicó mil razones, sin
embargo, no comprendí ninguna de ellas. Seguía trabajando en el mismo lugar aunque
le pillaba mucho más lejos. No quería volver al pueblo donde habíamos estado
viviendo, ni siquiera para ir a ver a mis abuelos; eran ellos los que venían a
visitarnos. Me creó un mundo nuevo y yo ignoré durante un tiempo el porqué.
Sin lugar a dudas, mi madre, para irnos a vivir, había
buscado aquel sitio a conciencia. Lo tuvo que escoger por algo muy especial, pero,
sin embargo, jamás lo reconoció. Era un pueblecito pequeño, cerca de la montaña.
Ahora Cornellá nos quedaba muy retirado.
Eso fue otra de las cosas que entendí más tarde.
*
* * * *
Mi cabeza se había serenado, igual que lo hacen las
olas del mar cuando llegan a la orilla y se desvanecen en la arena. Un amigo de
mi madre me buscó una ocupación en la que me pasaba ocho horas empaquetando
pedidos para sus clientes.
Los días pasaron y fui haciendo, lo que ellos llamaban
una vida normal. Conocí a chicos y chicas y salía a tomar copas con ellos. Alcancé
la mayoría de edad y me convertí en una persona como cualquier otra, pero había
algo allí dentro que explotó sin saber cómo.
Lucía estaba sentada en uno de los bancos de la plaza,
leyendo tranquilamente mientras comía pipas y leía una de esas novelas tan
cursis. Pasé cerca de ella y me di cuenta que su camiseta dejaba entrever un
escote de donde asomaba la blonda de un sujetador de color rosa. Me senté frente
a ella en otro de los grafiteados bancos de madera. Allí, junto a la fuente de
donde las gotas de su grifo eran lamidas por un dálmata que, sin dueño, corría
intentando coger a dos palomas que trataban de romper a picotazos un mendrugo
de pan duro, la estuve observando.
Dentro de mi cabeza imaginaba el resto de su ropa
interior y jugaba a adivinar si sus bragas serían del mismo color o de una
tonalidad más fuerte. Quizás rojas.
La tarde invitaba a estar relajado, disfrutando de una
lectura que yo no llevaba y de una paz de la que carecía. Mi pulso se aceleraba
con mis pensamientos y el motor en mi pecho empezó a bombear más sangre de la
que necesitaba para continuar vivo sin más.
La erección empezó y mi mente me dirigía sin que yo
pudiera controlarla. Imágenes a mil por hora pasaban por delante de mis ojos
como si se tratase de una película en diapositivas. Me encontraba ofuscado y
sin ningún tipo de control. Me estaba volviendo a pasar. Quería acercarme a
ella y tocarla. Traté de no moverme y luchaba para que se me pasase.
Ella no tardó en levantarse. Sin saber por qué, la
seguí.
La casualidad, o quizá la fatalidad, hizo que aquella
muchacha pasara por una zona poco frecuentada por el resto de la gente. Era un
paso poco transitado, cerca del cementerio. Un lugar desolado que me hizo creer
que se había dirigido allí expresamente para que pudiera tener la oportunidad
de estar a solas con ella.
Aceleré el paso y cuando cruzábamos el pequeño parque,
la alcancé.
Sin que se diera cuenta la agarré por su larga melena
rubia y la obligué a que me acompañara hasta una zona arbolada. Olía muy bien,
no sabía a qué porque no conozco colonias, ni fragancias, ni perfumes, y soy
incapaz de retener en mi memoria olfativa a cuáles pertenecen cada uno de esos
efluvios, sin embrago, su aroma se filtró por mi nariz con agrado. Era como si esa
chica de ojos rasgados y labios carnosos estuviera cubierta por pétalos de
rosa.
Fue la primera vez que llegaba tan lejos, como si
hubiese tenido escondida dentro de mí a una fiera esperando ese momento que al
fin le había llegado. No dejé que me mirase la cara en ningún momento. La hice
que se tumbara en el suelo, boca abajo, y me arrodille sobre ella colocándome
entre sus piernas. Mi pantalón ya lo tenía abierto y mi miembro, duro como una
piedra, pedía llenar un hueco en sus carnes. Le subí la falda mientras le
ordenaba que no gritase. La navaja con la que le había apretado el cuello
segundos antes, insinuándole una muerte posible, le hizo comprender que debía
estarse quieta y callada.
Sus muslos temblaban mientras yo escuchaba un apagado
sollozo y su lamento silencioso rogándome que no le hiciera nada y que la
dejase marchar. Pero no podía ser, no podía hacerme retroceder igual que yo tampoco
pude convencer jamás a Juanjo para que no me hiciese nada y me dejase. Ahora
era yo el que manipulaba la situación. Ahora era yo el que se estaba vengando.
Vi sus bragas y no pude resistirme. Las corté y me las
guardé en el bolsillo. No lo adiviné, estas eran rosas.
La violé analmente. Ella me suplicaba y yo me excitaba
más. Gemía intentando no ahogarse mientras yo apretaba su cabeza contra el
suelo. Su boca abierta parecía tragarse la tierra que ella misma trataba de
escupir junto con sus babas.
La excitación fue tal que me corrí enseguida. Aquella
fue mi primera fornicación. Mi semen seguía saliendo y salpicaba sus glúteos y
sus nalgas.
Quedó tumbada con los brazos abiertos en cruz. No me
había fijado hasta entonces, sus uñas habían dejado los mismos rastros en el
suelo que los tractores de labranza dejan tras pasar sus arados. Le volví a
amenazar para que no se diera la vuelta. No dijo nada, no se movió. Me incorporé
y me marché corriendo. No miré en ningún momento hacia atrás.
No había hecho nada malo –me decía a mí mismo–, tenía
derecho a ello. Dentro de mi cabeza me bombardeaban las imágenes de todas aquellas
veces que, tendido sobre la cama, miraba la ventana y veía como el viento mecía
las hojas de aquel sauce que había frente a mi casa, en el jardín en el que
nunca salí a jugar, mientras Juanjo me penetraba a la vez que susurraba “esto es nuestro secreto”.
Ahora era yo el que tenía ese poder. Ahora era yo el
que tenía derecho a vengarme.
*
* * * *
Pasaron varios días y no se comentaba nada. Nadie supo
lo que pasó en aquel parque. Posiblemente a ella le debió dar miedo, o
vergüenza, decírselo a sus padres. O tal vez le debió gustar y lo mantuvo en
secreto. No sabía el porqué, pero aquello quedó allí, oculto entre los árboles
que nos contemplaban detrás de aquellos matorrales mientras yo me desvirgaba
por primera vez.
Todos los días recordaba aquel momento. Pensaba que el
próximo tenía que ser mejor y que debía disfrutarlo más. Esa vez no me había
dado tiempo, fue todo muy rápido y la excitación me pudo. Las masturbaciones
las controlaba a mi manera, pero ese momento no. Se me fue de las manos como el
agua lo hace entre mis dedos.
En adelante iba a ser todo mejor y más cuidado.
Empecé a planificar mis asaltos, me provine de una
capucha, unos guantes, un pasamontañas y mi navaja. No tenía que correr el riesgo
de que alguien me pudiera reconocer, no tenía que dejar nada con lo que me
identificaran. Nadie me había tomado las huellas nunca, ni me había invitado a
chupar uno de esos “isótopos” –así los llaman–, donde dejar mis babas para obtener
mi ADN. Esa es la ventaja que se tiene al ser un menor. En adelante sería
distinto, la edad te hace ser prudente y era mucho lo que había aprendido allí
encerrado.
Miraba las bragas que, metida entre mis cosas, guardaba
en aquella caja de cartón. Las tocaba y me motivaba, eran mis amuletos y quería
tener más. Después salía a la calle, a mi campo de batalla, al barro donde
debía enterrar todas mis rabias y saldar mi deuda. Tenía que hacerles pagar las
consecuencias porque todos eran responsables.
Elegía las tardes apacibles y brillantes, donde la luz
casi te ciega y las calles huelen a toda la pena y tristeza que arrastra la
gente que deambula por ellas sin importarle la vida de aquellos con los que se
cruzan. Apestan a la miseria personal de cada individuo que, aun careciendo de
ello, tratan de hacerle creer a sus prójimos que son felices y muy afortunados.
A la estupidez humana de todos aquellos que, a pesar de saber que les está
robando el que han elegido para que le gobierne, no hacen nada para evitarlo.
Esos momentos del atardecer eran los que yo prefería, cuando el sol se pone y
está a punto de oscurecer. Buscaba los lugares y desde ahí vigilaba a las chicas
que más me atraían de mi lista ya confeccionada. Lo hacía hasta encontrar a la
que sabía que me iba hacer gozar de verdad y que estaba dispuesta a entregarse
para lograr mi finalidad.
El aire me parecía siempre fresco mientras esperaba a
ver cuál era la elegida. Cuando la encontraba la seguía para saber dónde se
dirigía y asegurarme que no iba a tener ningún problema. Lo planificaba.
Durante unos meses fueron varias las chicas a las que
había seleccionado, no lo recuerdo con exactitud; quizás seis, tal vez siete. El
caso es que la lista ya me parecía larga y debía empezar a elegir a mi
siguiente víctima entre esas afortunadas. Me sentía un profesional y así las
quería llamar: víctimas. Al último al que debía engañar era a mí, y ellas iban
a ser igual de víctimas que lo fui yo durante tanto tiempo.
Nadie supo nunca lo que yo sufrí. Nadie se dio cuenta
de lo que hicieron con mi vida; ni los unos ni los otros. Todos son
responsables. Me encerraron por ello, pero no hicieron más que abrirme los
ojos. Ahora era yo el que los iba a poner en jaque. Ahora era yo el que iba a
jugar con ellos. Si son capaces…, que me descubran. Los estaba retando.
Callejones, ascensores, polígonos y zonas poco frecuentadas
fueron mis lugares elegidos para abordarlas. Algunas con penetración, otras no.
El miedo a ser pillado o la resistencia de algunas me impidieron disfrutar
completamente, pero me iba profesionalizando. Cada vez estaba más seguro de lo
que hacía, corría menos riesgos y el placer se duplicaba. La mezcla de orgasmo
y resarcimiento me llenaba.
Lo necesitaba cada vez más, ya no podía aguantar solo
con masturbarme, necesitaba soltar mi rabia en ellas, no era únicamente una
función orgánica, era algo más. Las voces que había dentro de mí me lo pedían y
yo…, no podía más que obedecer y corresponderles.
*
* * * *
Se empezaba a escuchar que había un violador por el
barrio y tuve que cambiar la forma de darles a mis chicas el placer que necesitaban.
No podía dejar que me pillaran y que ellas perdieran esa oportunidad. Se lo
debía.
Durante algo más de dos años, fui coleccionando todas aquellas
bragas.
Era un ciudadano ejemplar y el trabajo de envolver
pedidos se había quedado corto. Para entonces mi misión había pasado a
repartirlos, por lo que me tuve que comprar una furgoneta. Eran muchos los
clientes a los que atender y eso me servía para moverme por muchos lugares;
incluso por muchos pueblos. Amplié mi zona de captación de objetivos, y no me refiero
a los laborales.
Meter a las chicas en el vehículo no era empresa fácil
y tuve que recurrir al cloroformo, aunque, algunas veces, incluso hasta eso me resultaba
complicado: Yo no soy un tipo demasiado fuerte, mis veinticinco años no me
habían provisto de un cuerpo atlético y ni siquiera alcancé a medir el metro
sesenta. Para colmo, mis escasos cincuenta kilos no me hacían sentirme capaz de
enfrentarme a los cuerpos que me apetecían. Mi delirio por las mujeres con
cuerpos redondos, culos notables y pechos voluminosos jugaba en contra de mis
prestaciones físicas, ese era el tipo de hembra que me atraía y no estaba
dispuesto a declinar en ello. Esas carencias las compensaba con mi sutileza a
la hora de manejar la navaja y la rapidez que adquirí a la hora de cubrirles la
boca y la nariz con el pañuelo que previamente rociaba con aquella esencia
mágica con la que las aletargaba y las convertía en unas fieras sumisas.
Me había sofisticado en la forma de ejecutar mis acciones.
Encontré un lugar apartado, cercano a un canal en el que solo se podían
encontrar aquellas asquerosas ratas tratando de roer las lamentables traviesas
que sujetaban el escaso techo de aquel viejo molino en el que, días pretéritos,
sus aspas eran movidas por el impulso de las aguas que torrencialmente bajaban
por el cauce artificial y que ahora apestaban.
Allí, sobre una prefabricada mesa de amor, a base de
tablas y cartones, las colocaba y gozaba con ellas mientras placenteramente imaginaba
que soñaban con supuestos príncipes que les prometían hacerlas reinas de telas
con las que cubrir y lucir sus cuerpos, coronadas como mises en un pase de
modelos. Sin embargo, era yo el que las poseía, el que lamía sus cuerpos
desnudos, el que mordisqueaba sus labios genitales y sus negros pezones, el que
ahora las penetraba sintiéndome merecedor de tales premios y compensando los
infortunios que me había deparado mi desgraciada vida en la que nadie reparó en
mí, en la que mi secreto con Juanjo fue la tortura de mi propio destino.
*
* * * *
En estos momentos no recuerdo si fui yo mismo el
que empezó a romper las reglas del juego. No soy capaz de sospesar con
diligencia exacta si los errores cometidos fueron intencionados o, si mi otro
yo, logró embaucarme en considerar mi cuenta saldada y poner a su disposición
aquello con el que pudieran atraparme, con el que pudieran saber que yo era el
verdugo y lograran al fin encontrarme.
Una lucha interna entre aquellas dos incesantes voces
me hacía volver loco a pasos agigantados. Una voz me solicitaba continuidad y
la otra me obligaba a interrumpirlo todo, a desenmascararme.
Me divertía saber que me buscaban, pero odiaba que
me tildaran de asesino violador.
Un demente, decía la prensa.
Ignorantes.
Nunca fui un asesino, fueron daños colaterales.
Nunca fui un violador, igual que jamás lo llegó a ser Juanjo –que yo sepa–. Y por supuesto, jamás he sido un
loco. Todos vosotros me habéis creado, con vuestras leyes inútiles, incapaces
de ver el problema desde su nacimiento. Vuestra es la responsabilidad.
¿Tan difícil es saber que un niño está sufriendo en
silencio?
Dónde están esos psicólogos que solo tratan de
averiguar que existe un problema cuando el problema no tiene solución. Por qué
no existe un control donde se pueda detectar que ese problema se está generando
y tratar de evitar que esos inocentes sufran y que después quieran hacer pagar
su sufrimiento sacrificando a nuevas víctimas.
Ahora estoy pagando una condena por el único error
cometido. Solamente un error con el que me habéis podido juzgar. Conocéis un
solo nombre de mi lista de dieciséis mujeres y os creéis orgullosos mientras el
resto todavía clama una justicia idéntica a la que yo hubiera querido recibir
entonces. Inútiles. Yo os lo he marcado para poder descansar. Yo he sido el que
me he atrapado no vosotros.
El colchón no es nada cómodo y me duele la espalda
cada día al levantarme. Apenas consigo dormir y toso para disimular mis
masturbaciones. La Dormilina no me hace efecto y os pido a gritos un
tratamiento que no me dais, un tratamiento que me haga apagar esa otra voz que
no domino y que me sigue pidiendo venganza.
Ya he cumplido diez años en esta miserable estancia
que sigue oliendo a hijos muertos asfixiados en papel higiénico.
Únicamente me quedan diez días para volver a ser
libre, aunque sin libertad, y no pienso desvelar mi secreto.
La calle me espera y mis chicas aguardan ansiosas
que vuelva a dejar mis masturbaciones entre estas asquerosas y malolientes
sábanas carcelarias.
Vosotros seréis los culpables de que yo alargue de
nuevo esa lista.
Volveré a abrir mi caja con todas aquellas bragas.
Aunque no todas sean rojas.
- F I N -